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Mtro. Mario Escalona Hernández

Manuel de la Peña y Peña fue un distinguido jurista mexicano que ocupó en dos ocasiones como sustituto la presidencia de la República (1847 y 1848), además de ocupar otros cargos públicos y ser presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Don Manuel de la Peña, además de sus funciones públicas, se desempeñaba como docente de la asignatura de “Práctica Judicial”, en la “Academia de Jurisprudencia Teórico Práctica de México” (fundada en 1811 y suspendió actividades en 1876) donde enseñaba a los estudiantes el arte de los procesos y procedimientos vigentes en esos años.
Obra de la inteligencia de este insigne abogado es el legado de su obra intitulada Lecciones de Práctica Forense Mejicana, en la cual da buena cuenta tanto de las instituciones como de procesos y procedimientos vigentes después de la Independencia de nuestro país.
Su consulta puede ser de interés para quienes gustan de la investigación de antecedentes de temas forenses en nuestro país, pues como sabemos en ocasiones es conveniente acudir a la génesis de instituciones, procesos, procedimientos como del lenguaje jurídico para tener un mejor entendimiento de los actuales, e incluso abrevar en ese pasado de sustanciación de juicios para, mutatis mutandi, retomarlos con las adecuaciones pertinentes que exige el presente.
En este sentido la conciliación como un requisito previo antes de acudir ante el órgano jurisdiccional en los juicios civiles, o de injurias en materia penal, era conditio sine qua non en caso de no lograr la avenencia entre las partes, medio que fue empleado antes de la Independencia nacional, continuando su práctica después de consumada.
De acuerdo con Manuel de la Peña en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, en el Libro Undécimo, Título Primero, Ley X, en el último párrafo se puede leer una recomendación a los jueces en la que claramente se aprecia la referencia a la conciliación: “Evitarán en cuanto puedan los pleitos, procurando que las partes se compongan amistosa y voluntariamente , excusando procesos en todo lo que no sea grave, siempre que pueda verificarse sin perjudicar los legítimos derechos de las partes; para lo cual se valdrán de la persuasión , y de todos los medios que les dictare su prudencia , haciéndoles ver el interés que a ellas mismas les resultá, y los perjuicios y dispendios inseparables de los litigios, aun cuando se ganen”.
El mismo autor comenta como en la Constitución de Cádiz se refiere a la conciliación en sus artículos 282 y 284, en los que, respectivamente, se lee: “El alcalde de cada pueblo ejercerá en él el oficio de conciliador, y el que tenga que demandar por negocios civiles o por injurias, deberá presentarse a él con este objeto”.; “Sin hacer constar que se intentado el medio de la conciliación, no se entablará pleito alguno.”
Estas disposiciones normativas sobre conciliación pasaron a la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 4 de octubre de 1824, primera Constitución mexicana después de la Independencia, que en su artículo 155 consignó: “No se podrá entablar pleito alguno en lo civil ni en lo criminal, sobre injurias, sin hacer constar haberse intentado legalmente el medio de la conciliación.”
Como observamos en la redacción de los tres párrafos anteriores la conciliación ha estado presente en la vida legal de nuestro país aun antes de la Independencia, no siendo ajena a nuestro sistema jurídico.
Ahora bien, según comenta e distinguido guatemalteco Dr. José María Álvarez en su Manual de Práctica Arreglado a la Forma Forense de la República Mexicana, del año de 1828, publicado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el año 2006, cuya lectura es recomendada en este caso, explica, lo mismo que Manuel de la Peña, que la autoridad competente para conocer de la conciliación era el Alcalde, que por disposición del artículo 5 del “Reglamento Adicional de Libertad de Imprenta” de fecha 17 de diciembre de 1821, eran 6 en cada ayuntamiento. (Álvarez, José María. Op. Cit. pág. 2)
Ante dicha autoridad comparecía el demandante solicitando de manera verbal citara al demandado, quien una vez enterado debía comparecer, sino lo hacía se extendía un segundo citatorio con apercibimiento de multa de uno a cinco pesos si persistía en rebeldía, si aún así no comparecía, el actor solicitaba la expedición del certificado de que no se pudo conciliar, que era indispensable para acudir ante la autoridad jurisdiccional, siendo el juez quien hacia efectivo el cobro de la multa que una vez cobrada remitía al alcalde que la impuso, “destinándose para los pobres presos de la cárcel”. (Álvarez, José María. Op. Cit. pág. 11)
En las provincias que no fuera de ultramar, la multa para al demandado en el segundo citatorio, ascendía de 20 a 100 reales. (Peña y Peña, Manuel de la. Op. Cit. pág. 89)
Si el demandado tenía su domicilio fuera de la competencia territorial del alcalde de que se tratar, giraba oficio al alcalde donde radicaba el demandado para que practicara la citación correspondiente.
Las partes podían comparecer por ellas mismas o por medio de procurador con poder bastante, como lo disponía el artículo 3 del capítulo III el Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia de fecha 9 de octubre de 1812. (Decreto. Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia. (biblioteca.tv) consultado el 06 de julio del 2021, a las 23:15)
No obstante, lo preceptuado por el citado artículo se comenta que en la práctica no se respetaba, pues bastaba con una simple carta poder para comparecer en representación.
El día y hora de la cita comparecían las partes ante el alcalde, debiendo estar asistidas cada una por un “hombre bueno”, quien no necesariamente debían ser abogados, pues su función consistía en ilustrar al alcalde proponiéndole medidas conciliatorias, sin embargo, tanto Manuel Peña como José María Álvarez lamentan que por ignorancia o falta de entendimiento de la función de los hombres buenos cuando se trataba de abogados, terminaban litigando, malogrando una posible conciliación.
Al respecto Manuel Peña señala: “Es, pues, un abuso muy contrario al objeto de la ley, y muy perjudicial al bien de las mismas partes, el que estas lleven de hombres buenos a sus abogados para que allí las defiendan con el mismo calor y empeño con que pudieran hacerlo en medio del pleito; y los abogados que concurran como hombres buenos, deberán solo proponerse el fin de conciliarlas, y nunca el de encenderlas mas para que emprendan el litigio”. (Peña y Peña, Manuel de la. Op. Cit. pág. 81 y 82)
Por su parte Álvarez comenta: “Por mala inteligencia de leyes tan claras, como las que reglan las conciliaciones, o mas bien por abuso de ellas, y muy principalmente por la ignorancia de muchos que sin conocimiento del derecho ejercen el delicado encargo de hombre bueno, las mas (sic) veces se frustra el santo objeto de terminar los pleitos… y es, que los hombres buenos se convierten en abogados de las partes sin advertir que rigurosamente son unos mediadores, y en su caso unos aconsejadores del alcalde.” (Álvarez, José María. Op. Cit. pág. 5 y 6)
En nuestro días esta actuación de los llamados “hombres buenos”, no debe pasar desapercibida en cuanto a su desempeño, considerando que los procesos orales y escritos hay una etapa procesal de conciliación en la cual se busca que las partes lleguen a la resolución del conflicto mediante la celebración de un convenio, en este sentido los abogados debemos recordar que la finalidad de la conciliación es alcanzar un arreglo que resulte conveniente para las partes, sin que se trate de una etapa en la que se entre en discusión de los hechos que fijaron la litis, sino de dar alternativas de solución de la controversia. Es desafortunado que aun en nuestros días algunos colegas cometan los mismos yerros de los hombres buenos, dejando de lado dialogar con la parte que asesoran sobre las ventajas de solucionar la controversia celebrando un convenio que evite un proceso prolongado, desgastante en lo económico como en lo emocional, esta falta de comprensión de los abogados también queda manifiesta cuando en la audiencia comparecen sin llevar preparada una posible propuesta de convenio, o cuando en lugar de formular alguna proposición de arreglo expresan puntos que son materia del debate, o bien proponer a su contraparte como “propuesta de avenencia” de la controversia el cumplimiento de todas las prestaciones que están demandando.
Continuando con la narrativa del procedimiento de conciliación, presentes las partes con sus respectivos hombres buenos ante la presencia del alcalde, primero el actor expone lo que a su derecho corresponda, hecho lo anterior, el demandado contesta expresando lo propio, después se discutían los puntos en conflicto y si las partes no llegaban a conciliar el alcalde las hacia retirar para escuchar el dictamen de los hombres buenos, una vez oídos en el mismo acto o dentro de los ocho días posteriores pronunciaba su fallo conciliatorio, que siendo aceptado por las partes daba por terminado el conflicto, expidiendo un certificado del avenimiento a la parte que lo solicitara, quedando solo pendiente la ejecución de lo convenido.
En caso de que alguna de las partes no cumpliera con lo fallado y convenido en la conciliación, reusándose a acatarlo, el asunto se convertía en contencioso alejándose de la competencia del alcalde, debiendo deducir “juicio de ejecución ante el juez competente de acuerdo con la ley”.
Cuando las partes o una de ellas no estaban conformes con el fallo del alcalde el juicio quedaba abierto para que lo iniciara el actor ante el juez correspondiente cuando lo decidiera, expidiendo también el acta de conciliación con la nota de no conformidad de los interesados que era necesaria para demandar civilmente o por injurias como lo disponía los artículos 282 y 284 de la Constitución de Cádiz y, posteriormente, el artículo 155 de la Constitución de 1824, además del artículo 1, del capítulo III, del Reglamento de las Audiencias y Juzgados de Primera Instancia de fecha 9 de octubre de 1812.
El acta que contenía la providencia de conciliación pronunciada por el alcalde con la nota respectiva de conformidad o no conformidad con la misma, quedaba asentada en un libro que llevaba con el título de “determinaciones de conciliación”. Esta acta la firmaba el alcalde, los hombres buenos y las partes, expidiéndose a su costa las certificaciones que solicitarán, en papel de 3º o de 4º si fuera “absolutamente pobre el interesado”.
Explica Manuel de la Peña que en ocasiones el demandado con el propósito de retardar la entrega al actor del acta de la providencia de conciliación, no la firmaba, lo que denotaba “las cualidades del litigante” que con su proceder evidenciaba la clase de “arbitrios” (artilugios) de los que se valdría en el curso del litigio; en este supuesto el actor podía solicitar la expedición de la certificación “con la expresión del motivo de la falta de firma”.
El llamado juicio de conciliación como lo denominan nuestros autores citados, procedía cuando se demandara civilmente por cantidad superior a cien pesos o, como se comentó anteriormente, por injurias; también era procedente en los casos de divorcio, siendo improcedente en los juicios verbales (demanda menor a cien pesos), en los concursos de capellanías, herencias vacantes, pago de contribuciones o impuestos, juicios sumarios o sumarísimos de posesión, concurso de acreedores, entre otros. (Álvarez, José María. Op. Cit. pág. 6 a 9; Peña y Peña, Manuel de la. Op. Cit. pág. 86 y 87)
En materia penal no tenía cabida la conciliación, salvo el caso de las injurias, sin embargo, no había lugar al juicio de conciliación si iniciado por injurias en la sustanciación derivaba en la comisión de algún delito que turbara la seguridad personal o la tranquilidad pública, escapando de la competencia del alcalde.
Así, grosso modo, se sustanciaba la conciliación antes y después de la Independencia nacional, resultando obligatorio para quienes pretendía demandar en materia civil y por injurias, al considerarlo un presupuesto necesario para la procedencia de la demanda judicial.
Llama la atención la falta de entendimiento de la función del abogado en el juicio o etapa de conciliación, así como el fallo o providencia de conciliación que necesariamente pronunciaba el alcalde después de escuchar a los hombres buenos, resolución que quedaba al arbitrio de las partes su conformidad con ella.
La narrativa del juicio de conciliación por Don Manuel de la Peña y el Dr. José María Álvarez constituyen una aportación al conocimiento de las leyes e instituciones jurídicas de nuestro país, pero también dejan ver la mala praxis de algunos abogados, ya sea negándose a firmar el acta de conciliación con el propósito de retardar el ejercicio del derecho del actor, como demostrando la falta de conocimientos y preparación para comparecer a la conciliación.
No huelga comentar que en el Diario Oficial de la Federación del 10 de enero del año de mil novecientos ochenta y seis, se publicaron diversas reformas y adiciones al Código de Procedimientos Civiles del otrora Distrito Federal, incorporando a este cuerpo normativo el numeral 272-A referido a la conciliación, es decir, que dentro del procedimiento civil se agregaba una etapa más destinada a procurar entre las partes una solución concordada entre ellas celebrando un convenio, que aprobado por el juez adquiere la categoría de cosa juzgada.
Esta adición al citado ordenamiento procesal no fue bien recibida por algún sector del foro que la consideró innecesaria, pues se argumentaba: “si estamos en juicio es porque ya se agotaron las platicas conciliatorias extrajudiciales para solucionar el litigio”, incluso algunos la tacharon de una forma legal de retardar el procedimiento.
Sin embargo, no es lo mismo que las partes fuera de juicio traten de conciliar que hacerlo de manera formal ante la o el conciliador del juzgado, lo que juega un papel importante en la mentalidad de los contendientes, además de dar mayor seguridad en el cumplimiento de lo acordado en el convenio en caso de incumplimiento de alguno de ellos.
El mismo efecto puede surtir en el caso de los juicios orales en materia civil y mercantil, durante la audiencia preliminar en la etapa de conciliación y/o mediación de las partes por conducto del juez, durante la cual se les pregunta a los justiciables para que por ellos o sus abogados propongan acuerdos para solucionar la controversia.
Por otra parte, en materia constitucional el 18 de junio del año 2008 se publicaron en el Diario Oficia de la Federación diversas reformas y adiciones a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, entre ellas artículo 17, para establecer en su tercer párrafo: “Las leyes preverán mecanismos alternativos de solución de controversias. En materia penal regularán su aplicación, asegurarán la reparación del daño y establecerán los casos en los que se requerirá supervisión judicial.” Con este párrafo quedaba claro que la función jurisdiccional no correspondía sólo a los tribunales del estado, sino que el legislador podía establecer en leyes secundarias medios alternos de solución de conflictos como la mediación, la conciliación, el arbitraje, la negociación, et al, a cargo de particulares o, desde luego, de instituciones públicas como, verbigracia, el Centro de Justicia Alternativa del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México.
Con la reforma constitucional en materia del trabajo en la fracción XX, párrafo segundo, del artículo 123 de la Constitución Federal, el poder constituyente permanente u órgano reviso de la constitución estableció la obligación de trabajadores y patrones, de asistir a una instancia conciliadora antes de acudir a los tribunales laborales, siendo esta instancia el Centro Federal de Conciliación y Registro Laboral y, en materia local, los Centros de Conciliación de las Entidades Federativas y de la Ciudad de México, según se lee en los artículos 590-B y 590-F de la Ley Federal del Trabajo.
Todo lo anterior nos puede llevar a la conclusión de la importancia que tiene la conciliación tanto para los abogados de los justiciables como para los operadores de justicia, si dejar de lado la función fundamental que tiene las Universidades en este cambio de paradigma en la formación profesional del abogado, quien requiere de una nueva mentalidad en la solución de los litigios en los que intervenga y que la ley procesal establezca como posibilidad de resolución de la controversia, de tal modo que deberá comprender que en una conciliación se debe ceder en algunas pretensiones, procurando que queden ajustadas a la conveniencia de ambas contendientes, además, que no se trata de una instancia inútil o para perder el tiempo, que requiere de la sensibilidad en la negociación y protección de lo más conveniente para su patrocinado o representado, lo que implica un diálogo previo a la celebración de la audiencia con el cliente, en el que se analicen diversas variables de composición del conflicto que consideren ventajas de tiempo, dinero (recuperación del crédito o de prestaciones económicas, disminución de gastos de juicio y honorarios, cumplimiento de obligaciones y prestaciones sin pasar por todo el procedimiento de diversas instancias procesales, independientemente de un desgaste emocional, además de que, siendo protagonista de la resolución del conflicto, encontrará mayor satisfacciones a las pretensiones que quizás en la sentencia el juez no concediera a las partes.
La conciliación tiene profundas raíces en la historia forense de nuestro país, sin embargo, como en el pasado y nuestro presente, requiere de una mayor comprensión para su correcta aplicación en la solución de controversias, con el propósito de potencializar las ventajas que puede traer a las partes.

* Las opiniones vertidas en las notas son responsabilidad de los autores y no reflejan una postura institucional

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