Hace ya dos años que nos lanzamos al reto de pasar de clases presenciales a dar clases a distancia debido a la emergencia sanitaria derivada de la Covid-19.
No sólo no fue fácil, sino que el desafío estuvo a punto de derrotarnos a muchos profesores; sobre todo, a quienes, como yo, nos formamos durante más de 20 años como docentes ante grupo, en presencia.
Adiós a las clases presenciales
La primera sensación que tuvimos al dejar atrás las clases presenciales fue la de habernos convertido en malos maestros de la noche a la mañana.
Los retos fueron varios: el manejo de la computadora a un nivel mucho más avanzado del que acostumbrábamos, la apropiación de recursos tecnológicos que, hasta ese momento, ocupábamos poco y esporádicamente.
Dejar las clases presenciales también implicó manejar a grupos de estudiantes con todas las distracciones posibles al alcance de su mano, desarraigados de sus universidades y con la incertidumbre de si algún día volveríamos a las aulas. Muchos estudiantes ni siquiera conocían su universidad.
Hola, gamificación
Hoy, a una semana del regreso a clases presenciales, parece ser un buen momento para iniciar la reflexión de lo sucedido, lo aprendido, lo perdido y, sobre todo, lo ganado durante la cuarentena.
Entre lo aprendido, lo perdido y, con un poco de suerte e ingenio, lo ganado, está lo que un colega llama “fuegos artificiales”; es decir, las estrategias apoyadas en aplicaciones educativas y recreativas conocidas como gamificación, las cuales nos rescataron del tedio y la falta de recursos que nos agobiaba al dar clases por videoconferencia.
La gamificación tiene muchas ventajas, aunque con frecuencia se reduce a crear presentaciones vistosas y a diseñar juegos que son, en realidad, cuestionarios en los que se explota la competitividad de los estudiantes.
Por otro lado, el uso de estas plataformas ofrece muchas más posibilidades que sólo presentaciones y quizzes; sin embargo, crear los juegos necesarios para una semana de clases a distancia obliga a invertir una cantidad importante de tiempo, tiempo que rebasa, por mucho, el que toma aplicarlos.
A esto hay que sumarle el hecho ya comprobado de que los profesores, en general, invertimos más tiempo en planear clases a distancia que para las clases presenciales. Vale la pena detenernos y preguntarnos por qué.
En una primera fase de reflexión al respecto, cabe suponer que esto se debió a, por lo menos, tres factores:
El primero, como descubrimos rápidamente, fue que los estudiantes no toleraban las dos horas completas de clase. Esto hizo necesario tomar recesos, lo cual rompía el ritmo y obligaba a retomar el tema o cambiar de actividad (ahí entraba la gamificación).
Esto implicó una planeación mucho más detallada en cuanto al manejo del tiempo y el ritmo de la clase, en comparación con el que requeríamos para las clases presenciales.
El segundo factor tiene que ver con el modo en que el cerebro procesa el aprendizaje a través de una pantalla. De acuerdo con estudios realizados en Harvard, el cerebro “sabe” que eso que está mirando en la pantalla no son personas, sino manchas de luz que debe decodificar y recodificar para entender que son imágenes de personas.
Ése es un proceso casi instantáneo, pero que ocupa mucha energía y recursos mentales, lo cual redunda en un mayor cansancio. Varios profesores no conocíamos dicho estudio, pero todos pudimos ver (y sentir) el creciente cansancio, tanto en nuestros estudiantes, como en nosotros mismos.
La percepción general fue la siguiente: temas que en presencial se podían ver en una sesión, a distancia se llevaban dos o tres sesiones. No entendíamos bien por qué, pero aprendimos que era indispensable ajustar nuestros programas y la manera como enseñábamos los temas.
Otro problema, obvio, tal vez, pero imposible de ignorar, es que nuestros estudiantes son jóvenes y están llenos de energía, y obligarlos a sentarse frente a una pantalla entre cuatro y seis horas seguidas era un reto imposible de lograr para una persona joven.
El mito de que los chicos se pasan el día ante una pantalla se vino abajo al dejar las clases presenciales: son jóvenes, necesitan moverse, necesitan contacto con sus pares y sus maestros, experiencias de vida; necesitan mucho más que un “salón” hecho de cabecitas encuadradas en una pantalla.
Creo que hablo por la mayoría de docentes cuando afirmo que, a pesar de nuestro mejor esfuerzo, la profundidad alcanzada en los temas más complejos fue menor a distancia en comparación con la que logramos en clases presenciales: no hay esfuerzo que alcance para sustituir un salón lleno de estudiantes, una universidad, una biblioteca.
El tercer factor que provocó invertir más tiempo tiene que ver con que los programas se crearon pensando en clases presenciales, así que fue necesario adaptarlos para abarcar nuestros temarios a distancia. En el último año de la pandemia y gracias al esfuerzo que realizamos, esta adaptación fue efectiva y exitosa.
Esperanza en clases presenciales
El regreso no ha sido, como muchos esperábamos, un desandar el camino hacia la docencia como era antes de la pandemia; al contrario, nos hallamos en un momento que, estoy segura, será fundamental: vamos hacia adelante, abriendo camino con prácticas distintas.
Hay que aprender a proyectar la voz por medio de un tapabocas; traer al aula los mejores recursos tecnológicos de entre todos los que aprendimos a usar durante los dos años de encierro.
Podemos usar lo aprendido y convertirlo en ganancia a fin de seguir adelante; por ejemplo, que nunca más nos permitamos sentarnos detrás de un escritorio a hablar durante dos horas. Tenemos un salón para movernos, estudiantes presentes y dispuestos y nuestro cuerpo para acompañar las explicaciones con todos los gestos que el cuadrito del zoom no dejaba ver.
Es decir, estamos presentes en presencia. Podemos traer a las clases presenciales todo lo que aprendimos a hacer virtualmente y multiplicar las posibilidades.
Aún queda mucho por reflexionar; los recursos tecnológicos y la manera como el tiempo parecía no alcanzar para hacer todo lo que necesitábamos son sólo dos aristas de todo lo que vivimos durante dos años de pandemia, dando clases a distancia, sin poder escuchar las risas de nuestros estudiantes porque los micrófonos estaban siempre apagados. ¡Qué años tan terribles fueron estos!
No obstante, es indispensable comenzar esa reflexión, para hacer un balance y hacernos conscientes, al menos de inicio, de que el esfuerzo valió la pena: hoy que estamos de vuelta nos encontramos con más saberes, con un mejor entendimiento de lo que implica nuestra labor como docentes y, quizás —¡ojalá!—, más compasivos y generosos.
Para saber más
Norma Galindo, Retos de la educación superior en tiempos de pandemia, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.4uic.mx/retos-de-la-educacion-superior-en-tiempos-de-pandemia/
Alan Rodríguez, Videojuegos: una experiencia en pandemia, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.4uic.mx/videojuegos-una-experiencia-en-pandemia/
Mariela Cañete, Impacto en la educación de las personas con discapacidad en tiempos de pandemia, Universidad Intercontinental. Disponible en https://www.4uic.mx/impacto-en-la-educacion-de-las-personas-con-discapacidad-en-tiempos-de-pandemia/