La historia de Sigmund Freud está llena de grandes teorías y estupendas frases, además de anécdotas interesantes y experiencias a veces difíciles de creer.
Aunque se ha escrito mucho acerca de sus aportaciones en la comprensión de nuestra mente, es menos conocido un oscuro aspecto de su biografía: la obsesión sobre su propia muerte.
Tal vez no vuelva usted a verme
De joven, Freud soñó continuamente con la muerte y en varias ocasiones vaticinó la edad de su deceso. A los 38, estaba convencido de que moriría entre los 40 y los 50, por un colapso cardíaco.
Hacia 1914, experimentó tantos desajustes intestinales que se sometió a un examen médico minucioso para descartar cáncer en el recto.
El tratamiento que siguió trajo una notable mejoría en su estado de salud. Permitió que 1915 fuera un periodo particularmente fértil en cuanto a la formulación de sus teorías.
En estos dos años ven la luz obras fundamentales del corpus psicoanalítico: Introducción del Narcisismo; Pulsiones y destinos de pulsión; La represión; Lo inconsciente; Duelo y melancolía, entre otras.
Ante este hecho, el propio Freud llegó a establecer un vínculo entre sus padecimientos y su rendimiento intelectual. Aseguraba que su productividad tenía que ver con la enorme mejoría que experimentó en la actividad de sus vísceras.
No obstante, la sombra de la muerte se mantuvo como frecuente compañera de camino. Ernest Jones, su biógrafo principal, narra que solía despedirse diciendo: “Adiós; tal vez no vuelva usted a verme nunca más”.
Pese a sus temores, en todos estos años, en términos generales, Freud fue un hombre sano. No padeció ninguna enfermedad grave hasta que se aproximó a los 60 años. Entonces, se convenció de que la hora de su muerte llegaría a los 61 o 62.
Fijó la fecha para febrero de 1918. Esperó el momento resignadamente, y los días negros de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, con cierto sentimiento de alivio.
Pero la muerte no acudió a la cita. Más tarde, al cumplir 80, pensó que sucedería al año siguiente.
Las primeras molestias serias
Las imágenes más populares representan a Freud con un puro en la mano. En efecto, fumaba al escribir, fumaba mientras analizaba a sus pacientes, incluso, fumaba durante sus caminatas diarias.
De acuerdo con el testimonio de sus familiares y conocidos, fumaba, aproximadamente, 20 puros al día. Según sabemos por su propio diario, fumaba al despertar y daba el último suspiro de tabaco cuando se acostaba.
En noviembre de 1917, la guerra provocó la escasez de cigarros. Freud advirtió que se sentía malhumorado y cansado y lo atribuyó a la abstinencia de tabaco. Sentía palpitaciones y el incremento de una hinchazón que padecía en el paladar.
Sospechaba, pero se negaba a asumir, que la tumefacción era un estadio previo a la aparición del cáncer.
Pese a ello, cinco años pasaron sin que la enfermedad le molestara.
Por fortuna, poco después de terminar la guerra, desaparecieron las dificultades para hacerse de los amados puros. No tenía dolores y por ello no se sometió a un examen médico; en pocas palabras, “reprimió” el asunto.
Mientras tanto, se suceden obras que han alcanzado un notable renombre. Pegan a un niño; Lo ominoso; Más allá del principio del placer; Psicología de las masas y análisis del Yo.
La enfermedad se manifiesta
Hacia 1922, Freud comenzó a mostrar preocupación e inseguridad acerca de su estado de salud. Sin embargo, su atiborrada agenda, su continua producción de cartas y el flujo de publicaciones importantes prueban la existencia de envidiables reservas de energía.
Lamentablemente, en el verano de ese mismo año, las cosas empezaron a ponerse mal.
En una de sus cartas, Freud expone con crudeza la sensación que tiene de sí mismo. “He dado un paso más hacia la vejez. Tengo la impresión de que siete de mis órganos internos están luchando por el honor de poner fin a mi vida”.
Por este tiempo, durante un viaje a Roma, acompañado de su hija Anna, sufrió una abundante hemorragia bucal. Allí surgió un pacto entre padre e hija, que dominaría la escena familiar por los siguientes 16 años. “No se habla de la enfermedad”.
Otros fragmentos de su correspondencia de este periodo nos ofrecen testimonios de su creciente malestar físico. En julio, confiesa a su amigo Oskar Pfister que ya no siente deseos de pronunciar conferencias.
Un mes después, pide a Otto Rank que tranquilice a sus discípulos diciéndoles que disfruta de muy buena salud. No obstante, le comenta confidencialmente que no se siente nada bien. En diciembre, reduce sus horas diarias de trabajo, de nueve a siete.
El cáncer se declara
El 20 de abril de 1923, Freud se hace extirpar un crecimiento leucoplástico en el maxilar y el paladar. Su propio diagnóstico fue pesimista desde el principio y, por cierto, fue acertado.
Su médico particular Maximilian Steiner y los doctores Marcus Hajek y Felix Deutsch reconocieron de inmediato una infección cancerosa —epitelioma—. No obstante, decidieron ocultarle la verdad. No tuvieron el suficiente coraje para comunicarle al paciente de 67 años que tenía cáncer de mandíbula.
Según algunos biógrafos, los médicos temían la posibilidad de que la noticia lo llevara a cometer suicidio. Le dijeron que se trataba simplemente de una tumefacción producida por el excesivo consumo de tabaco.
Por cierto, dejar de fumar era una decisión impensable para Freud. Al tabaco le debía, según su convicción, una gran intensificación de su capacidad de trabajo y mejora en el autocontrol.
Entretanto, la inspiración no se detiene; 1923 recibe las obras El yo y el ello y el Esquema del Psicoanálisis.
En septiembre, los médicos le comunicaron que debía ingresar al Hospital General para someterse a una “pequeña intervención”.
Fue la primera de 33 operaciones relacionadas con la boca que Freud soportó hasta su deceso, en 1939. Más de 40 años después del inicio de la oscura fantasía de muerte que lo obsesionó desde su juventud.
Cuando llegue el momento, no me dejarás sufrir
Como el propio Freud lo advirtió, tiempo atrás su producción científica aumentó en cuanto se sintió mejor de salud.
Sin embargo, también es cierto que no se detuvo ni en sus últimos años a pesar del más intenso dolor , debido a la extirpación de amplias zonas del paladar y la encía, radiaciones y varios prototipos de una molesta prótesis.
No disminuyó su capacidad creativa y continuó trabajando y escribiendo, casi hasta el último día de su vida. Inhibición, síntoma y angustia; El malestar en la cultura; Moisés y la religión monoteísta dan testimonio de ello.
El explorador del inconsciente, intérprete de los sueños, y ser humano doliente, tenía una súplica íntima frente al destino. Ninguna limitación de la capacidad de rendimiento debida a una desgracia física.
En 1926, Freud estableció con su médico un pacto. Cuando llegara el momento, no lo dejaría sufrir innecesariamente. El pacto se cumplió trece años más tarde, según relata el propio Max Schur.
“Cuando estuvo nuevamente en agonía por el dolor, le inyecté dos centigramos de morfina de una jeringa. Sintió un pronto alivio y cayó en un tranquilo sueño. La expresión de dolor y sufrimiento se había ido. Repetí la dosis doce horas después. Freud tenía tan pocas reservas físicas que entró en coma y no despertó más”.
La muerte llega a Sigmund Freud
El padre del psicoanálisis murió tranquilamente a las tres de la mañana del 23 de septiembre de 1939.
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Sigmund Freud y Oskar Pfister, Correspondencia (1909-1939), México, Fondo de Cultura Económica, 1966.
Sigmund Freud, “Presentación autobiográfica (1925 [1924])”, Obras Completas, Tomo XX, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1998.
Peter Gay, Freud, una vida de nuestro tiempo, Barcelona, Paidós, 1996.
Georg Markus, Freud, el misterio del alma, Madrid, Espasa Calpe, 1990.